miércoles, 28 de agosto de 2013

¿Cenamos?


"El garbanzo negro"; C/Sacramento, 18 (Cádiz) Foto: Julián Jaén



Busquemos una excusa para salir a celebrarlo. Sea lo que sea. Vayamos a esa taberna en la que podamos hablar, reír y airear nuestras vidas, mientras comemos lo que más nos apetezca. "Yo como de todo. ¿Y tú?", esperando que me digas que sí, que me siente en esa mesa. Si hemos llegado hasta aquí no te pongas melindroso. 

Te gusta todo. Como a mí. Solo faltaba. 

Tendrás que elegir tú; normas de la casa. Ya te he dicho que tengo buena boca, así que no me hagas escoger. Qué quieres tú; yo ya me tengo muy estudiada. Que yo me dé cuenta de quién eres; venga. 

¿Vamos de vinos? Perfecto. 

Eso implican tapas. Mitad frías, mitad calientes, no discutamos antes de tiempo. Quiero saber de una vez, si eres más de acedías fritas o de solomillo de cerdo ibérico con foie.  

No es lo mismo coger con los dedos las puntillitas fritas y las tortillas de camarón, que pedir aceite (de oliva virgen o te parecerán ruines) y dejar caer un pequeño chorrito sobre el canapé. Sí, con ese gesto de exquisitez gastronómica, de ser una simple tapa la has convertido en canapé. Mucho más fino. 

¿Eres de los que en el fragor de la conversación no puede terminar de masticar? ¿Veré un poco de comida en tu boca? Quiero comprobar si desmigajas el cazón con los dedos o si descubres al primer mordisco las croquetas de boletus. La ración las trae mezcladas; vete tú a saber cuáles son. 

Me gustará tu originalidad para no limpiarte los dedos de la mano con la servilleta. Buscarás el pretexto perfecto para llevártelos a la boca y lamer intentando alcanzar una pizca de sal de las gambas. Qué ricas están, ¿a que sí? Y si te da por la brandada de bacalao con ali oli, me parecerá bien. Aunque te sugiero que no me lo pongas tan difícil. Ajo a la primera, no. El jamón de pato lo traen sudado. Muy rico. Tanto como para que me vaya a intrigar muchísimo seguir el rastro de su recorrido por tus labios. Será un lametazo rápido que robaré. 

Así, ven... 

Tengo la sana costumbre de quedarme justo enfrente para cerciorarme de que no solo me miras a los ojos cuando hablo yo; solo faltaba. Si cenas conmigo también tendrás que mirarme a la cara cuando hables tú. ¿O aspiras a que Cristina Rota te descubra por la calle y ensayas tu gesto de chico perdido conflictivo? Lo siento, el papel ya se lo llevó Dani Martín y Bigas Luna fue el último que intentó sacar provecho de semejante cobardía. 

A cenar se viene leído

¿Quieres postre? La leche frita casera rezuma lo suficiente como para que cuando me des a probar, puedas seguir el recorrido de la gota que caerá desde la cuchara camino de mi boca. Tranquilo, no chorrea; solo humedecerá la piel contra la que se estrelle. Seré entonces yo la que calcule las probabilidades de que me compense que te resarzas del resbalón. Mientras tanto, déjalo. 

Ya me limpio yo el escote.   

Si en esta taberna podemos tomar un café, lo quiero con hielo y una rodaja de limón. Lo bueno de juntarse con Mamen es que aprendes a vivir rico. Por eso le salen tan bien los guiones a esta mujer que tiene el nombre en clave perfecto para Iñaki Urdangarín: Mamen del Castillo. 

Por supuesto, el chiste se le ocurrió a ella. 

A todo esto no le he prestado ninguna atención al vino, perdona. No recuerdo haberlo probado antes a pesar de que no soy ninguna experta en caldos. Solo sé que me gustan. Mucho. Me apabullan los hombres que saben de vinos. Máxime si son capaces de elegirlo resumiendo su calidad en una sola frase para explicarme por qué ése y no otro. Apenas cinco palabras perfectamente hiladas con los adjetivos exactos que describen cómo es el que se escoge en una carta en la que hay más de tres... A mí. Que más allá del Pago de Carraovejas no se me ocurre ninguno. 

Tenías que escoger tú; ése era el trato.

Disfrutaré observando cada uno de tus movimientos durante la cena, calibrando cómo usas las manos cuando te mueres por llevarte un pedazo de lo que sea a la boca. ¿Devoras? Yo sí. Observaré si te gusta la carne o el pescado, el dulce o el salado, el frío del bacalao que apenas ha abandonado la cámara frigorífica o más bien te cuesta esperar a que se temple el revuelto de caviar de erizos. 

Come y déjame que sepa más de ti y entérate de lo que quieras de mí.Yo me chuparé los dedos. 

Solo te pido que si vas a escoger el vino, elijas bien. No vaya a ser que jamás desperdiciara la oportunidad de tener una buena excusa para volver a brindar contigo.  



sábado, 10 de agosto de 2013

La guerra de todos los veranos.

Réne Gruau

Nos gusta que nos miren. Mucho. Nos chifla que se den cuenta de que entramos en una habitación, detestamos que nos ignoren, nos apasiona que se den la vuelta para corroborar que somos reales. Esa sensación sublime de mantener la mirada de desconocidos, sortear las de los que nos critican, supeditar la de los que nos imaginan. Nos supera. 

Dejamos de mirar cuando nos acostumbramos a lo que vemos. Y a mí me gusta que dejes la luz encendida si tienes previsto meterme mano. 

No me perdería por nada en el mundo confirmar que eres de los que me agarra las caderas cuando me pongo encima de ti. Que tienes las manos grandes, si lo sabré yo. Pero encima quiero ver cómo aprietas los labios, mordiéndote un poco el de abajo y sacando colmillo. Es como en las películas porno; prefiero planos cortos y elegantes de una lengua repasando el sexo perfectamente depilado de la actriz. 

Así entrarás mucho mejor, ¿lo ves? 

De eso se trata: de ver. De que me veas y yo a ti. De que me tengas y tenerte a ti. De querernos como si no hubiera un mañana porque no lo hay. De que no dejes de buscar mi cara cuando tuerzo el gesto al partirme en dos con la repetición de tus embestidas.Todo un compendio de virtudes que aparcamos con nuestras parejas oficiales y que llegado el verano recuperamos con nuestros amantes.

Será por eso, porque nos gusta que nos vean, por lo que yo me he cruzado estas semanas con cierta infidelidad perfectamente paseada. Parejas erráticas que no erróneas. Ya me cuido yo muy mucho de valorar si mejor con sus respectivos o con los amantes de este verano. Y entonces me doy cuenta la de años que hacía que no veía al infiel besando en la calle a sus amores de libro. 

Entramos en los cuarenta revolviendo los mismos armarios pero buscando en diferentes cajones. Los reyes del melodrama.

Nada más excitante que tentar a la suerte de que nos pillen. Ese debe de ser el único motivo por el que yo me cruzo por Chueca con el soldado que va a perecer en el campo de la indiscreción. Porque todos luchamos con las mismas armas. Nos gusta que sean otras manos, no las de siempre, las que nos quitan el vestido y acarician nuestra espalda. Otro olor más amaderado y menos dulce el que deja regueritos invisibles por nuestras corvas. Dedos que tuercen hacia otro cuadrante sorteando la gomilla de la braga, implorando camino libre. Calibramos los nuevos besos reconociéndolos como ajenos. Regalados. Caducos. Besos que no nos pertenecen, que no podremos guardar.
 

Amores de verano de los que no querremos ni acordarnos o como mucho pasarán a engordar una larga lista de pecados de los que no cumpliremos penitencia. Amores furtivos con los que no tenemos prejuicios. Amantes de los que no nos escondemos, el calendario ya echó a quienes nos obligan a disimular. Los que nos ven no importan. Los que nos duelen no ven. Los que presencian envidian. Calorinas batallas que ubican sus tropas apoyándolas en un coche aparcado en cualquier calle, tanques de deseo que separan las piernas, lo justo para que avancen en fila india los batallones que atacan detrás de la oreja, esos que se empeñan en demostrar aún más talante incluso cuando conquistan el bastión.

Y se apoderan de él. Estas batallas están ganadas. No habrá revancha. 

Siempre llegará el mes de septiembre a salvarnos de toda rendición.