domingo, 12 de junio de 2011

Por la cándida adolescencia

Últimamente he estado un pelín dispersa. Podría intentar justificar mi ausencia de meses escudándome en toda esta teatralidad mía que tan buenos resultados me da. Pero ahora lo que me da es mucha pereza. Será que me he hecho mayor de pronto. O que me niego a crecer definitivamente. 

Este fin de semana he estado con mis amigos de la infancia, la gente de mi pandilla desde los 14 a los 22 años; esos que me vieron crecer y que aún no entienden cómo les pude salir tan rana. Los adoro y me adoran, a pesar de que somos completamente diferentes y que, lo que hace veinticinco años eran "diferencia de pareceres", hoy son océanos de distancia. Aún no entiendo cómo salí tan opuesta a todos y cada uno de ellos,  incluidos los hombres. ¡Sobre todo los hombres! Diferente a ellas me recuerdo desde casi el principio, cuando fui consciente de que nunca sería ni tan guapa, ni tan delgada, ni mucho menos tan pija. Por supuesto no tuve nada realmente parecido a un novio hasta la Universidad y pasé bastante más desapercibida de lo que a ninguna niña de 15 años le apetece, viviendo en una ciudad dormitorio con esencia de pueblo e ínfulas de capital. Y ambas cosas hubo un tiempo que escocieron. 

A mí me dio por hacer mi santa voluntad. Estudiar una carrera en Madrid, enrollarme con quien me apeteció sin pedir nada a cambio y perder la virginidad con el que me traía por la calle de la amargura quien por supuesto no tenía la más mínima intención de pedirme siquiera el teléfono. Pero ¡cómo me gustaba, el cabrón! Mientras todas mis amigas se tiraron meses y hasta años con sus novios de entonces para montarse la peliculita de turno de aquellos gloriosos finales de los 80, yo terminé desnuda en el maletero de un coche modelo ranchera (sí, en el maletero) con uno 6 años mayor que yo que no era mi novio; ya me habría gustado. 

Nos reencontramos sólo una vez al año, en las fiestas locales. Sé perfectamente dónde encontrarlos porque en todos estos años no han cambiado sus sanas costumbres y nos da mucha alegría vernos de nuevo; ni uno solo finge a estas alturas. Hablamos, bailamos y por supuesto nos emborrachamos. Y yo me convierto un poco en la reina de las fiestas, imagino que no por la pata del Cid de la cual carezco sino porque les debo parecer de lo más exótico. Y a mí, no puedo evitarlo, me encanta no parecerme en nada a ellos. Por mucho que los quiera.  

Fijo que hubo un tiempo en el que intenté no sacar los pies del tiesto y cumplir todos y cada uno de los prolegómenos que hubieran hecho de mí una chica de la pandilla. Pero fue todo imposible. Mi ideología se decantó hacia la izquierda bien temprano, me empezó a interesar el comic erótico y la literatura mucho más que cualquier otra doctrina y para colmo no me interesaban los chicos cercanos más que para pasar un rato. Sólo pensar en ellos como novios me producía escalofríos. Así que hice lo que habría hecho cualquiera de ellos pero no de ellas: ponerme el mundo por montera, liándome con los que me apeteció y tirándome, ya los últimos años, sólo a unos pocos. Y jamás contarlo, claro.Un caballero jamás hace gala de sus conquistas. 

Entonces trabajas en televisión tirándote en directo desde una grúa a 60 metros del suelo y todos te ven. Y da igual que tú repitas hasta la saciedad que lo hiciste por vergüenza, porque con dos cámaras enfocándote, si no saltas al vacío olvídate de seguir haciendo directos o de que te respeten en la redacción. Vales lo que vale tu último reportaje, hostia puta. Para los amigos que tuviste cuando eras una niñata con aspiraciones a personaje, ese acto que para ti es de auténtico pánico, para ellos es la muestra inequívoca de que en realidad siempre has estado como una cabra. Siempre fuiste diferente. Siempre quisiste hacer lo incorrecto, lo indecente y lo salvaje. Siempre quisiste alejarte de ellos.  

Será por eso por lo que siempre puedo hablar con ellos de mis amantes irreverentes, pero nunca confesar los galanes escondidos; que siempre es mejor que crean que sí, que estoy loca y no que en realidad yo sí que creo que merezco ser feliz. A borbotones. A toneladas. Aunque a veces dé saltos a 60 metros de altura, eso sí,  muertecita de miedo.


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